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lunes, 10 de octubre de 2011

Querida Gissel:


No sé por qué te estoy escribiendo. Tal vez para que si se da el caso de que pueda amontonar las suficientes agallas de volver a saber de ti, lo tenga todo listo y así no encontrar excusas para tragarme las palabras una vez más. Llevo siempre esta carta en el bolsillo interior del abrigo. Sí, el verde oscuro que nos quitó el frío en las noches de desazón. Cuando paso por al lado de cualquier buzón siempre me imagino sacando el sobre de color macilento y de bordes carcomidos por el tiempo voraz que nos devoró el alma en dos bocados sin dejar ni las migajas. Entonces dejaría que se ahogase en la osuridad de este de tal forma que algún día llegase a ti empapado de nostalgia. Luego recuerdo que no tiene más destino al que dirigirse que el de una pobre golondrina desorientada, y entonces me engullen las ganas de romper esta carta en jirones de recuerdos en cuanto le estampe el pobre Siempre tuyo, Gabriel. La ciudad parece haber olvidado tu nombre. A veces pienso que el mundo te ha absorbido para que los de arriba no podamos sufrir más tus heridas. Otras veces simplemente pienso que he pasado demasiados años durmiendo y que me acabo de despertar de un sueño con tintes de pesadilla. ¿Te parecería demasiado loco si resultase que le estoy escribiendo a una mera ilusión? Dime, pequeña ¿sería tan descabellada la idea de que no existieras como para mantenerte alejada para siempre de este pobre lunático? Te escribo todas las noches, antes de dormir, pero tú no das señales de vida. A veces pienso que tiene que ver con lo de que muera el papel, arrugado y herido, en la basura. Pero en verdad me parece una tontería. ¿De verdad necesitarías que las palabras sobrevivieran al papel para saber que necesito de ti como el invierno del viento? Como si no bastase el que siga esforzandome en sobrevivir como llamada de auxilio. No, estoy seguro de que no lo necesitas. Por algo eras de las pocas que todavía saben traducir el lenguaje del mundo a un idioma solo un poco menos abstracto. Aunque, ¿sabes? Todavía existe una serie de días en los que me ataca sin piedad una idea incluso más loca y absurda que todas las demás juntas. ¡Mucho más! Creeme, que hay días en los que llego a pensar que te esfumaste como la neblina en el aire por la sencilla razón de que no te dije las palabras adecuadas a tiempo. Pero no es posible. ¿Acaso no sabías, pequeña, que las palabras, parlabras son? Mi padre siempre me dijo que las mujeres eráis muy complicadas, pero no puedo creer de veras que lo seais hasta el punto de que en realidad lo que esperáis sean cosas tan simples como una palabra que en verdad ni siquiera significa más de lo que uno quiera que signifique. Pero es por culpa de esos días, que ni siquiera sé si son jueves o domingo, en los que se me ocurre que yo mismo pueda ser el lecho del error que nos cambió el rumbo, que quería escribirte esta carta. Para decirte todas las palabras que en su día no te dije. Pero, por mucho que quiera, a estas alturas no puedo darles el gusto de que huyan como cobardes con la tinta para esconderse en algún pliegue de este folio, cuando ahora es lo único que me queda como prueba de que un día exististe. Lo siento, mi pequeña intérprete, pero todo lo que no nos dijimos a tiempo es lo único que ahora aviva lo que parece el mal recuerdo de algún libro que leí hace muchas vidas atrás.
Creo que solo quería decirte eso y que ese era el porqué de esta carta que quería escribirte pero que al final, justamente por eso, no te escribí.



Siempre tuyo, y ya te sabes cómo acaba.

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